viernes, 30 de noviembre de 2012

El mar



Experiencias vitales con el agua.

Como parte integrante de la asignatura  "El agua en las culturas" que, recientemente, hemos cursado en la Universidad de la Experiencia, uno de los días el profesor nos pidió que relatáramos nuestras experiencias con el agua.Algunos alumnos en clase manifestaron oralmente las suyas pero, siendo tan numerosa la clase, fue imposible que pudiéramos participar todos. Por esta razón me vino el recuerdode la primera vez que ví el mar y dónde mejor para expresar mis sentimientos que en mi querido blog.

Fue allá por los años 60. Entonces lo de los viajes y los veraneos en la playa sólo era algo asequible para unos pocos afortunados. Las gentes que vivían en las ciudades se iban a pasar las vacaciones a sus pueblos de origen, junto a sus familias que no habían emigrado. Por eso, el saber que íbamos a pasar un mes en la playa suponía, para todas las compañeras que éramos de tierra adentro, una novedad y estábamos muy ilusionadas pues la mayoría sólo habíamos visto el mar en postales y en el cine.

Lo de ir al mar no era un capricho. Formaba parte de los estudios de Magisterio de entonces. Había que pasar un mes en un Albergue de Sección Femenina donde se impartían clases de diversas materias, todas muy femeniles, pero lo básico era el aprendizaje de unos usos sociales en la mesa y en la convivencia, en general. No resultaba gravoso para las familias pues el precio era muy bajo.

Así pues, el mes de junio lo pasaríamos en Deba (entonces escrito con v), un pueblecito en la costa guipuzcoana, donde sí se veían ya veraneantes. Salimos de Burgos en tren a las 10 de la mañana, en aquellos trenes con asientos de listones de madera, renqueantes y con la carbonilla metiéndose por las ventanillas. Pero ¿qué importaban las molestias?. Todo se suplía con la alegría y la ilusión reflejadas en la cara de todas las jóvenes, no parando de cantar y gritar durante todo el trayecto, hasta el extremo de llegar afónicas y necesitar de algunos remedios en la enfermería.
Aquel viaje se hizo interminable, visto desde la perspectiva actual, increible. Hicimos tres trasbordos: en Vitoria, Zumaya y otro que ya ni recuerdo. Pasamos el día en el tren o esperando en estaciones, llegando a nuestro destino ya entrada la noche; dada la época del año, serían más de las 10. Según nos acercábamos podíamos ver la ría en la pleamar, no obstante la ilusión era llegar y poder contemplar el mar. La primera visión fue una terrible decepción. ¿Dónde estaba ese maravilloso azul del agua?. Lo que veíamos era una masa de un color gris anodino que no se parecía en nada a lo que habíamos visto en el cine o las postales. Como llegamos cansadas, después de asignarnos las habitaciones con sus literas correspondientes, cenamos y nos acostamos entregándonos a un sueño reparador.

Al día siguiente, muy de mañana, despiertas ya y recuperado el ánimo, lo primero fue asomarnos a las ventanas, que daban justo encima de la playa. El espectáculo que contemplamos nos dejó absortas y mudas, sin palabras para expresar todo aquello que sentíamos. ¡Jamás habíamos visto nada tan bello!. Era sobrecogedor contemplar el sol naciendo por oriente, incendiando cielo y mar con destellos de oro y rosa. Pasamos así largo rato en muda contemplación, como en éxtasis hasta que las obligadas tareas nos hicieron bajar de las alturas. Después, a lo largo del día, veíamos los cambios de las distintas tonalidades, cómo pasaba del azul intenso al verde esmeralda, al violeta en el otro espectáculo de la puesta del sol.
Nunca me ha parecido el mar tan bello como aquella primera vez que pude disfrutar de la visión del Cantábrico, hasta en los días de tormenta, que también los hubo el mar estaba impresionante, majestuoso.

Han pasado muchos años pero hay recuerdos que quedan grabados a fuego en nuestra mente y en un rinconcito del corazón para que nunca se borren y podamos evocarlos cuando lo deseemos.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La vendimia



Todos los años, al llegar el mes de octubre, allá en el pueblo de mi infancia, tenía lugar la vendimia. Eran días de mucho ajetreo. Había que estar muy mal de salud, muy incapacitado para no participar en las faenas de recolección de la uva.

Ya, antes de estas fechas, los hombres se habían preocupado de todos los preparativos. Había que poner a punto los lagares, lugares comunales que acogían la uva de muchos copropietarios y las lagaretas donde, de forma privada, hacía el vino un solo cosechero. Tenían que estar limpias las enormes pilas en las que se depositaba la uva, donde después sería pisada y prensada hasta extraer todo su jugo.
También las cubas, colocadas en unos nichos dentro de las bodegas, aquellas cuevas que fueron excavadas en las laderas de algún montículo por brazos esforzados desde tiempo inmemorial. Allí en el pueblo, casi todas estaban en el cerro de San Andrés. Hoy, desgraciadamente, van quedando pocas, pues al no ser utilizadas, el abandono y las lluvias hacen que se vayan hundiendo poco a poco, abriéndose grandes boquetes en lo que antaño fueron las eras. Algo que también ha quedado para el recuerdo pues ya nadie trilla en ellas. Se añoran estas cosas -los cantos de trilla-, la alegría parece que brotaba espontánea por todos los rincones.
Pero volvamos al tema. La limpieza de las cubas era un trabajo duro y necesario. Debían meterse en su interior y con agua caliente y un cepillo duro restregar y restregar las duelas hasta arrancar los residuos del vino de la cosecha anterior hasta dejarlas limpias y aptas para recibir el nuevo mosto.
Al igual, había que sacar los cestos y remojarlos. Éstos estaban hechos de mimbre y eran unos recipientes de forma cilíndrica, de un metro y medio de altura, aproximadamente; se cargaban en el carro y allí es donde se vaciaban los canastos de uva según se iban cortando de las cepas. Los canastos, individuales, eran de madera de castaño. Otro artilugio necesario era el "garullo", herramienta que sirve para cortar los racimos y que básicamente es una hoz en miniatura. En otros lugares recibe distintos nombres.
La madre se preocupaba de preparar la ropa necesaria, siempre prendas viejas que luego serán desechadas y que se guardan para la ocasión, prendas de abrigo porque, a veces, ya empieza a refrescar, sobre todo en las mañanas. Se suele madrugar pues los días van acortando y hay que aprovechar las horas de sol para que cunda el trabajo.

Hechos todos los preparativos los vecinos decidían la fecha del comienzo de la vendimia. Ese día todo el mundo se levantaba al salir el sol y después de un contundente "almuerzo" para entonar el cuerpo y coger fuerzas para el duro trabajo diario, se cargaba el carro con todo lo necesario y se salía al campo. Los niños se metían dentro de los cestos y era una gozada asomar la cabeza por encima de los bordes. los más viejos se subían como podían para no hacer el camino a pie y llegar ya cansados al tajo. Por el camino se iban encontrando con otras cuadrillas, saludándose alegremente y gastando las consabidas bromas.
Al llegar a la viña elegida todo el mundo se proveía de canasto y garullo y... a cortar racimos. Siempre había quien se picaba por llenar antes el canasto. Según se iban llenando, los hombres más forzudos se encargaban de sacarlos: llevarlos al hombro hasta el carro y vaciarlos en los cestos. Cuando estaba completa la carga, normalmente el padre se encargaba de llevar el carro al lagar donde era pesado cada cesto y vaciado dentro de la pila. Cuando regresaba, casi había ya otra carga preparada: la cuadrilla no descansaba y entre risas, cánticos y bromas -algunas desagradables como los "lagarejos"- se iban pasando las horas hasta que llegaba la hora de la comida que se hacía en el campo. Este rato de descanso servía también de esparcimiento pues aunque el trabajo de vendimiar era de los más duros del campo se hacía con alegría y buen humor.
Al caer la tarde, se recogía todo, regresando a casa. Se cenaba y los niños y las personas de edad se acostaban para reponer fuerzas para el día siguiente. Los jóvenes aún tenían humor y, a veces, hasta había baile. También tenían que ir a los lagares y allí, descalzos y con las perneras de los pantalones recogidas, se metían en las pilas a pisar las uvas que habían entrado durante el día, hasta dejarlas listas para ser prensadas. El mosto fluía y por un canalillo pasaba a otra pila.
Cuando el tiempo era bueno el trabajo, aunque duro, era agradable. No así cuando se ponía a llover y con la ropa mojada había que continuar el trabajo. Al calzado se le adhería la tierra mojada y se cogía "zapata", algo de todo punto incómodo, pues además del peso del canasto, se añadía el de los pies lo que provocaba innumerables caídas entre los sarmientos con toda la carga que después pacientemente había que recoger del suelo. Todas estas incomodidades eran pronto olvidadas si no había que lamentar desgracias mayores, que también ocurrían como carros volcados con la carga u otros accidentes.
Todo aquello ha quedado para el recuerdo ya que la vendimia actualmente ha cambiado mucho, normalmente para mejor, pero a nosotros, los mayores, que vivimos otros tiempos siempre nos quedará la nostalgia de lo vivido en la niñez.