martes, 27 de septiembre de 2011

Los gitanos



Era todo un acontecimiento en el pueblo la llegada de los gitanos.

Venían por los caminos de alguna de las localidades limítrofes, con sus rehatas de burros y mulos, transportando sobre sus lomos todas sus pertenencias. Viajaban con la casa a cuestas y donde más les apetecía montaban su campamento. Descargaban los burros y extendían por el suelo las colchonetas donde, llegada la noche dormirían bajo las estrellas. Soltaban a los animales para que pastaran libremente. Las mujeres improvisaban un fuego donde prepararían las comidas en unas grandes ollas en las que cabía todo.


Siempre tenían lugar sus visitas durante el verano, aprovechando la bonanza del tiempo. Allí solían acampar en el mismo lugar: el Pradillo. Una zona, al lado de los lavaderos, con buena hierba, donde las mujeres del pueblo ponían la ropa a blanquear. Discurría por allí un regato con agua clara que alimentaba los lavaderos y que podían utilizar para sus necesidades: higiene -no demasiada-, cocinar, bebida para los animales... Cercano existía -y existe todavía- una zona de arbolado, el soto, donde se solazaban a la sombrita, mientras la gente del pueblo, a esas horas, estaban en los rastrojos o las eras, preocupándose de recoger sus cosechas. Aquí se podría recordar la fábula de La cigarra y la hormiga. Las pequeñas hormiguitas emvidiábamos a los gitanillos que, olvidando todo disfrutaban metiéndose descalzos en la regaderilla, refrescándose y jugando bajo los árboles, mientras todos los críos del pueblo teníamos que ayudar a nuestras familias en las tareas de la recolección en el campo, en la era, llevando el agua fresca a los mayores... Nosotros no podíamos solazarnos con esos esparcimientos. Y sí, los mirábamos con cierta envidia y más de una vez hubiéramos querido cambiar nuestro lugar por el suyo.


Los gitanos mayores se dedicaban al trato, intentando vender a los lugareños alguna de sus bestias. Para probar que estaban sanas y ágiles les hacían dar unas carreras y cuando estaban ellos delante no había ningún problema pero, después de realizada la compra, el animal empezaba a cojear o presentaba cualquier otra tara, que antes no habían observado.


Las gitanas se dedicaban a la artesanía del mimbre y, allí a la sombra de los árboles se las podía ver trabajando, dando forma a cestas y canastillos de todos los tipos y tamaños, redondos, ovalados, con tapas, etc. Después, con la mercancía, rodeadas de los churretosos churumbeles, uno pegado a la teta, otros agarrados a las faldas y siempre otro en la barriga, recorrían las calles intentando vender su trabajo a las mujeres del pueblo. Ellas eran las únicas proveedoras de estos enseres tan útiles en el pueblo. La forma de pago solía ser el trueque. A cambio de la cesta pedían un trozo de tocino, un hueso de jamón o cualquier otra cosa por el estilo, que había entonces en todas las casas y que no eran de mucho aprecio, precisamente porque tenían con más abundancia. Con estos manjares y algunas patatas u otras verduras, que de pasada, podían recoger de algún huerto, preparaban su olla que después degustaría toda la tropa alrededor de la fogata.


A veces, si se enteraban de que recientemente había muerto alguna oveja u otro animal, lo desenterraban para aprovechar su carne. Siempre pensábamos que tenían unas defensas especiales para que no les sentara mal. El secreto es que lo tenían en la olla cociendo todo el día y la carne estaba más que esterilizada por efecto de la cocción tan prolongada. Eran otros tiempos. Afortunadamente hoy hemos mejorado, aunque con la crisis es demasiado frecuente encontrar personas rebuscando en los contenedores y abriendo las bolsas de basura, buscando algo comestible que poder llevarse a la boca.


Los niños sentíamos mucha curiosidad por ver el campamento y, en cuanto teníamos un rato libre aprovechábamos para acercarnos a observar, contraviniendo las recomendaciones de los mayores. La llegada de los gitanos provocaba cierto malestar entre la población, encerraban a las gallinas, que entonces andaban sueltas por las calles y se cerraban las puertas de las casas si los vecinos tenían que ausentarse. En una palabra, tenían fama de apropiarse de lo ajeno. Aunque rezaba un dicho que decía "con la cosa de los gitanos, se aprovechan los paisanos".

viernes, 23 de septiembre de 2011

La cruz invertida

Marcos Aguinis nació en Córdoba (Argentina), en 1935. De origen judío, es médico. Desde 1963, en que aparece su primer libro, no ha dejado de publicar, convirtiéndose sus últimas obras en best-sellers. También es articulista y conferenciante. Ha viajado por numerosos países. En 1963, al restaurarse la democracia en su país, fue nombrado Subsecretario y más tarde Secretario de Cultura y es el impulsor de la llamada "primavera cultural". Ha participado en organizaciones que promueven la democratización de la cultura y los derechos y deberes de los ciudadanos.

Ha recibido numerosos galardones internacionales de importantes instituciones. Entre ellos figura el Premio Planeta que le fue concedido en 1970 por su obra La cruz invertida.

Los personajes principales de la novela son:
-Carlos Samuel Torres, sacerdote.
-Agustín Buenaventura, sacerdote.
Personajes secundarios:
-Donato Pérez, comisario de Policia, condiscípulo de Carlos Samuel.
-Tardini, Obispo y antiguo condiscípulo de Carlos Samuel, en el Seminario.
-Fermín Saldaño, cura, tío de Carlos Samuel.
-Magdalena, prostituta del barrio de San José.
-Estudiantes: Néstor Fuentes, Víctor, Horacio, José Manuel, Olga, hija del Dr. Bello, comunista.

La acción se desarrolla en un país indeterminado de Hispanoamérica y nos presenta los problemas que acucian a toda la zona: la pobreza, la injusticia social, el autoritarismo y el papel de la Iglesia, alejada de los pobres, dando su apoyo a las autoridades. Hay mucha simbología y, gran parte de los capítulos, llevan títulos de libros de la Biblia, alusivos a los temas que tratan. Se transparenta en toda la obra el origen judío del autor y su profundo conocimiento de los libros sagrados.

El protagonista de la novela es Carlos Samuel Torres -en el que se puede ver al guerrillero Camilo Torres- es enviado al Seminario donde se imparte una formación tradicional, dura represiva, que anula la personalidad de los chicos. Para salir adelante ha de olvidarse de su voluntad y acatar obedientemente todas las normas. Termina los estudios con nota inmejorable en estudio y disciplina por lo que, como premio, es enviado a Europa a continuar su formación en distintas universidades. Allí en contacto con otros ambientes se abre su mente y se impregna de los nuevos vientos progresistas de la Iglesia. Cuando regresa a su país es como otra persona, con otras ideas y otros planteamientos de la religión. Solicita trabajar en el barrio de San José, pobre y marginado, y se da cuenta de todos los problemas de la gente. Toma partido del lado de los pobres, frente a las injusticias que soportan. Empiezan los problemas con el Obispo.
Junto con otro sacerdote mayor, el padre Agustín Buenaventura,- que había pasado muchos años en la selva-, son trasladados a una parroquia en un barrio de ricos. Los dos curas castigados se ponen de acuerdo para intentar cambiar las cosas predicando el Evangelio, de acuerdo con los principios de la Teología de la Liberación. Organizan charlas con los estudiantes en la parroquia, en la que todos pueden expresarse libremente. Hay manifestaciones y altercados con la Policía, incluso dentro de la iglesia. Son llamados por el Obispo, que reclama la presencia del Nuncio para realizar contra los dos sacerdotes un juicio eclesiástico que termina con la excomunión de ambos.

Esta obra fue muy polémica en su tiempo. Suscitó muchos comenterios y no precisamente por aspectos literarios sino por el tema en el que se mezclan la fe, la revolución, la justicia social, el sexo, las dictaduras, el marxismo y la Iglesia Católica. Es un libro que invita a la reflexión.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Recuerdos del verano

¡Cómo olvidarme de Pedro! Pedro es una persona especial. Es difícil precisar su edad. Probablemente pase ya de los cuarenta. Es un gigantón con alma de niño. Grande, con el pelo entrecano y la sonrisa siempre en los labios. No sé si vive habitualmente en el pueblo o, simplemente, pasa allí los veranos con su familia. Está muy curtido, de pasar muchas horas en la playa. Cada día aparece con un ramito de jazmines que va regalando, florecita a florecita, a todas las señoras que encuentra. Es una gentileza de Pedro. Va pasando por todos los grupos que están dentro del agua, con su sonrisa a cuestas. Si le preguntan, sigue sonriendo porque su lenguaje es casi nulo, hace como si escribiera con el dedo en la palma de la mano. Todo el mundo lo conoce y todos le saludan. Su padre lo vigila, a corta distancia, pero es un cuidado innecesario, porque no causa ningún problema. Como no sabe nadar, no se interna mucho en el mar, sólo se baña donde no le cubre el agua.

Y así van pasando los días y los años para él. Y cada verano lo volveremos a encontrar por la playa.

Por las mañanas, muy temprano, aparece un grupo de gimnasia, primero en tierra y después dentro del agua. Lo mismo se acercan al grupo hombres y mujeres de distintas edades, para hacer los ejercicios, cada cual según sus posibilidades. Algunos días veíamos también a un grupo que practicaba taichí. Todos con una monitora. Hay para todos los gustos.

Al lado de la playa existe una Escuela de Vela que acoge, en el verano a grupos de muchachos y muchachas de distintas edades que, aprovechando las vacaciones, pasan unos días en contacto con la naturaleza, a la vez que se inician en la práctica de los deportes en el mar.

Los mayores, salían por grupos en veleros, muy bien pertrechados. Seguramente ya habían hecho otros cursos y tenían alguna experiencia práctica. Todos los días aparecían a la misma hora acompañados de sus monitores.
Otros grupos de niños más pequeños hacen sus primeros pinitos sobre una tabla e intentan, entre carcajadas de los compañeros, mantener el equilibrio o, en una barca, aprenden a manejar los remos y controlarla. Los monitores vigilan para que no haya que lamentar ningún accidente.

Por la noche, después de cenar, dábamos largos paseos, buscando el frescor de los parques o del Paseo Marítimo. Es una delicia, al pasar cerca de algunos jardines, aspirar el aroma dulzón del jazmín pero, sobre todo, el suave perfume de "la dama de noche" que anuncia su presencia desde lejos.

Otros días el paseo se dirigía hacia los mercadillos nocturnos. Es muy entretenido el espectáculo de estos mercados al aire libre. Allí se vende cualquier cosa: ropa, calzado, bisutería, bolsos, discos... Hay muchos curiosos pululando alrededor de los puestos. Algunos compran, los más miran. Pero se pasa un buen rato observando el ir y venir de la gente ociosa. ¡Tienen tantas horas los días de vacaciones...!

viernes, 16 de septiembre de 2011

En el aire



Aquel día amaneció con un vientecillo fresco de Levante. No era un buen día para disfrutar del baño pero ofrecía las condiciones ideales para hacer volar las cometas.


Muy temprano -como temiendo que aquel viento fuera a desaparecer de un momento a otro- empezaron a verse volando por el azul del cielo, barridas las nubes,un sin fin de cometas de todos los tamaños, formas y colores. Se advertía la destreza de sus dueños, normalmente los padres de los niños que alegres las contemplaban.


Enseguida empezó a destacarse una de llamativos colores: rojo, azul y blanco, como la bandera francesa, con una larguísima cola. Comenzó a ascender alegremente, sobresaliendo por encima de las otras cometas que no podían alcanzarla. Subía, subía, se balanceaba en el aire con graciosas contorsiones... Siguió ascendiendo, subiendo cada vez más alto, hasta que dejamos de verla. Y ya libre de ataduras se perdió en el ancho cielo, seguramente iría a reunirse con otras cometas, que siguieron la misma suerte, y los globos que se les sueltan a los niños, allí en un país fantástico, de ensueño, donde sólo reina la libertad.



Otra mañana, esta vez con el viento en calma, pudimos disfrutar de un magnífico espectáculo: el lanzamiento de paracaidistas sobre las tranquilas aguas del Mar Menor.


Un avión sobrevolaba en círculos, por encima de nuestras cabezas, hasta que encontraba el lugar adecuado para el lanzamiento de su carga e iba soltando al espacio uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, hasta siete paracaidistas. Los veíamos descender, uno a uno, hasta que se iban abriendo los paracaídas y bajaban más lentamente hasta tocar el agua. Allí eran recogidos por un barco. Así toda la mañana, llegaba un avión, luego otro, y otro... soltaban su carga y volvían a la cercana base de San Javier.


Pasamos unas horas mirando al cielo, contemplando la pericia de los participantes en dichas maniobras y, una mañana de playa, a veces insulsa, se convirtió en un entretenimiento para los ociosos veraneantes.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Requiem por un sauce llorón

Cuando construyeron la Urbanización plantaron árboles en las calles, especialmente palmeras, pero en la esquina de la Avenida, los vecinos colocaron un sauce. Ello daba mayor atractivo a la zona.

El pequeño sauce era mimado por todos. Todos le vieron crecer. Unos se encargaban de regarlo, otros de podarle las ramas innecesarias. Así, con mucho cariño, se hizo un gran árbol adulto, con unas hermosas y lánguidas ramas que llegaban hasta el suelo. Era muy decorativo pero, además, cumplía una función muy importante en una zona con un clima tan caluroso: daba sombra. Al mediodía, al regreso de la playa, era una bendición hacer un alto y refugiarse bajo sus ramas. ¡Qué alivio, llegar al sauce y descansar un poco a la sombra!.

Pues bien, llegó un momento en que el pobre árbol empezó a molestar a los vecinos más próximos, por el terrible delito de desprendérsele algunas hojas que el viento arrastraba hasta sus puertas. Les molestaba tener que recogerlas diariamente. Así empezó una conspiración en contra del indefenso sauce. Se avisó al Ayuntamiento y, con no sé qué excusa le hicieron una poda drástica, quedando únicamente el tronco privado de todas sus ramas. Cuando llegó la primavera intentó defenderse y, con un hálito de vida, le brotaron unas ramitas. Esto incomodó a los furiosos vecinos que buscaron otros modos de deshacerse del infortunado árbol. Así recurrieron a aplicarle métodos aún más letales. Le echaron lejía y otros productos con el fin de matar las raíces, hasta que lo consiguieron.

En el verano, nos encontramos en el lugar donde antes estuvo un hermoso sauce llorón, como testimonio de la barbarie, un tronco seco que alguien apodó como "el árbol del ahorcado".
¡Qué triste!. Ya no había sombra, sólo un monumento a la intransigencia y a la falta de civismo. Este funesto final les aguarda a otros muchos árboles, que crecen demasiado y no son del agrado de los vecinos.

Quien haya plantado un árbol y lo haya cuidado y visto crecer, sabe lo que cuesta hasta que lo vemos grande, desarrollado. Y después... en un momento toda esa vida desaparece. No estamos en España tan sobrados de árboles para permitirnos el lujo de aniquilarlos sólo porque nos producen una pequeña molestia como es la de recoger sus hojas cuando estas caen.

Más, teniendo en cuenta la cantidad de incendios que, durante todos los veranos, se producen en nuestra geografía; unos accidentalmente,y otros por imprudencias o mala fe. Lo cierto es que cada año se pierde buena parte de la masa forestal con el consiguiente perjuicio para todos, pues sabido es que los árboles regulan el clima y la lluvia.

martes, 6 de septiembre de 2011

Impresiones del veraneo

Después de todo un año, volver al mar, es una alegría. El primer baño constituye todo un acontecimiento por lo esperado. A las 9 de la mañana ya hay muchos madrugadores dentro del agua. Un paseíto, recorriendo la playa, orillita del agua, como ejercicio preparatorio y luego...¡al agua!. El mar está tranquilo, como un fino espejo, la playa, limpia. Todavía no ha acudido la avalancha de veraneantes que dejan el lugar como si hubiera pasado una horda de vándalos.

El agua está deliciosa. En el Mar Menor no hay oleaje -como una gigantesca piscina- y la temperatura es muy agradable. Da la impresión de sumergirse en una bañera con el agua templadita. Por eso en estas playas hay muchas personas mayores, con problemas óseos. Tampoco hay peligro de ahogamiento ya que hay que hay que desplazarse mucho mar adentro hasta encontrar una profundidad que pueda ser peligrosa.

En las primeras horas del día está despejado el terreno y se puede nadar a gusto sin miedo a tropezarse con el vecino. Es un goce inenarrable zambullirse en esas aguas tan cristalinas, antes de que hayan sido removidas por la extraordinaria afluencia de bañistas. Hasta bien entrada la noche podemos encontrar veraneantes nocturnos que encuentran placer bañándose a la luz de la luna o de las farolas del paseo marítimo.

A los pocos días empezaron a aparecer las medusas. Por referencias supimos que alguna moto acuática había roto las redes de contención y, por los boquetes penetraron infinidad de medusas de todos los tamaños, unas pequeñitas como una moneda y otras enormes, como boinas flotantes. Daban la sensación de platillos volantes, con un disco de color marrón y otra parte a modo de paraguas rodeada de tentáculos de color violeta y unos gránulos del mismo color. Nunca había visto tantas y, al principio me inspiraban cierto respeto. Los jóvenes y los niños se dedicaban a cogerlas en cubos, que vaciaban en las papeleras. No debían constituir ningún peligro pues hasta los más pequeños las cogían con las manos; llegó a constituir una atracción más de la playa. No obstante no resultaba agradable el contacto y más cuando fuera del agua se convertían en una masa gelatinosa, viscosa y repugnante. También he tenido ocasión de contemplar las medusas verdaderamente peligrosas: son de color blanco, con un reborde de color azul. Creo que podré reconocerlas si alguna vez tengo la desgracia de encontrarlas, para poder huir de su contacto.

También, por algunos lugares, cerca de la orilla, se veían babosas o limacos de mar que, al menor contacto, se enroscaban. Había quien los pisaba, soltando un líquido de color morado. Siempre se encuentra a alguien que defiende a estos pobres seres argumentando que somos las personas quienes invadimos su territorio. Y tienen razón. Todos los días aparecían por la orilla, fuera del agua anguilas, de un tamaño mediano,que los pescadores sacaban del mar, abandonándolas después, hasta que acababan putrefactas en la arena. En otra playa cercana abundaban los cangrejos ermitaños y, entre la arena, berberechos pero de tamaño tan reducido que luego, en casa, pensando en un festín, quedaban reducidos a simples bichitos con poco que llevarse a la boca.

Cuando el calor aprieta y la playa se llena de gente, lo mejor es coger todos los bártulos y camino de casa a la sombrita que es donde mejor se está en las horas centrales del día. Al volver nos encontrábamos con los que aprovechan precisamente esas horas para acudir a bañarse. Muchos con niños pequeños. Aunque también, en honor a la verdad, este verano muchos niños pequeños y, no tan pequeños iban protegidos con un traje elástico, con mangas y perneras, parecido al que llevan los ciclistas, que usaban incluso dentro del agua. Va llegando la cordura a algunos padres. Algunos eran extranjeros, pero afortunamente también los utilizaban niños españoles.