Un año más llega la Navidad. Cada vez más temprano empiezan los preparativos. A partir del mes de julio se ven colas en las Administraciones de Lotería para comprar el décimo allí donde se pasan las vacaciones veraniegas. En octubre ya aparecen en las estanterías de los supermercados los consabidos turrones. Este año, hemos podido ver cómo en la Plaza del Pilar, a finales de octubre, aparecían los camiones del Ayuntamiento con todo lo necesario para montar el Belén monumental. Es muy grande y, ciertamente, resulta laborioso colocar todo el tinglado de edificios, paisajes y figuras que lo componen. Pero no creo que lleve tanto tiempo si tenemos en cuenta que hay varios operarios trabajando y que, además, difiere poco de un año para otro. Con unas cuantas fotografías el trabajo se abrevia. Pero, en fin, antes de que llegue diciembre, ya está listo para ser visitado.
Con la moda -importada, como otras muchas ajenas a nuestras tradiciones- del Black Friday que se va extendiendo como la pólvora, por aprovechar los descuentos de los Centros Comerciales se adelantan las compras navideñas, especialmente de ropa que, aunque estén los armarios a rebosar, entra la fiebre del consumismo y hay que comprar alguna prenda para poder estrenar en las comidas o cenas de amigos o empresa.
Los Rastrillos Solidarios y los Rastrillos navideños florecen por doquier. Nos ofrecen toda clase de alimentos, bisutería, adornos de Navidad, figuritas para los Nacimientos, prendas de invierno, para esquiar y un largo etcétera. Es entretenido visitarlos y, siempre algo cae.
En cuanto a los adornos e iluminación de la vía pública y grandes superficies comerciales, cada año se instalan antes. Y luego están insistiendo a los sufridos consumidores que ahorremos energía. Todo ese gasto del encendido vial, aunque no nos demos cuenta, sale del bolsillo de los ciudadanos. Hace años toda esta parafernalia era a partir de la Inmaculada, pero cada vez se va adelantando más y ahora en noviembre ya tenemos todo luciendo a tope.
Se ha perdido aquella costumbre tan bonita de enviar felicitaciones a la familia y amigos. Con las nuevas tecnologías se ahorra enormemente el trabajo de los carteros en estas fechas. Al menos alguien sale ganando. Pero era muy hermoso recibir aquellas postales tan bonitas e ingenuas.
Por todos lados nos lanzan las flechas del "compre, compre" y es difícil resistirse a este bombardeo. La paga extraordinaria se queda pequeña con tantos gastos extra en los que nos embarcamos. Después llegará la temida Cuesta de enero pero acompañada de las Rebajas y cuando vemos los precios de "antes" y "ahora" nos entran los deseos de comprar y caemos en la tentación, llevándonos a casa cosas que no utilizaremos nunca.
Y, de los regalos ¿qué decir?. Pues que nos gastamos el dinero en cosa que no son necesarias y, no pocas veces, ni siquiera son del gusto de la persona que lo recibe. Es muy difícil acertar con los regalos porque estamos ahítos de cosa superfluas. En mi juventud cualquier cosa nos hacía ilusión porque no teníamos la abundancia de estos tiempos. Recuerdo la alegría que me produjo el día que me regalaron un modesto paraguas.
Para la sufrida ama de casa llega otro problema gordo: las comidas. ¿Qué pongo en la cena de Nochebuena? ¿Y en la comida de Navidad?. Es complicado guisar para más comensales de los acostumbrados. Hay que procurar que el menú sea del agrado de todos. Alguno puede que tenga alergia a algún alimento y hay que tenerlo en cuenta. Nos pasamos días y días viendo supermercados, comparando precios y calidades. Después la compra. Siempre se olvida algo, aunque hagamos la lista, y hay que correr en el último momento. Sacar el mejor mantel, la vajilla, la cubertería..., que todo esté a punto. y a esperar que todo salga bien, que no se queme el asado, que no nos pasemos de sal, en fin, una serie de detalles de los que puede depender el éxito o el fracaso. Muy importante, que haya armonía entre toda la familia.
No nos olvidemos de los juguetes de los niños, de Papá Noel o de Reyes. Parece que se va imponiendo la costumbre de que los niños reciban sus regalos el día de Navidad. Tiene una ventaja y es que pueden disfrutar de ellos en las vacaciones. Pero siempre queda nuestra hermosa tradición de los Reyes Magos, con los camellos cargados de juguetes.
Los niños no saben qué pedir. Tienen más juguetes que los que pueden disfrutar. Se antojan de todo lo que ven en la tele o en los catálogos y, luego, muchos de ellos, ni los sacan de las cajas y quedan abandonados en cualquier lugar del trastero o encima de un armario.
Cuando los de mi generación éramos niños no disponíamos de juguetes, no los necesitábamos. Jugábamos en la calle con cualquier cosa y nos sentíamos felices. He hablado sobre el tema con muchas personas y me han respondido que eran felices y recuerdan su infancia con cariño.
Para jugar cualquier cosa servía; el barro, una cuerda, las tabas, un trozo roto de loza, unas cajas de cerillas vacías, unos recortes de tela....
Después de toda esta parafernalia que montamos cada año por estas fechas cabe reflexionar ¿somos ahora más felices?. Pienso que no. La abundancia de cosas superfluas no aporta felicidad.
Recuerdo con mucho cariño las fiestas navideñas de mi infancia, cuando iba de vacaciones al pueblo, con mi familia.No había grandes extraordinarios ni en la comida ni en nada. Solían guardar el gallo para Nochebuena, la madre lo guisaba y aquello era un manjar. Por descontado que no se conocían los mariscos. Si acaso un besugo al horno, que entonces era un pescado normalito y no alcanzaba los precios astronómicos de ahora. También solía estar presente el bacalao, que entonces era más barato y no faltaba en las casas. El turrón nunca faltaba, duro y blando, los clásicos, pero no en las cantidades que compramos actualmente. Para postre había manzanas rebozadas, en discos, algo que no he vuelto a degustar pero queda en el recuerdo de aquellos sabores de la infancia. En casa de la abuela y, en otras muchas casas del pueblo, no faltaban las castañas cocidas.
Se cenaba con alegría, recordando siempre el motivo de aquella celebración. Había también un recuerdo para los familiares que ya nos habían dejado y, siempre, estaban presentes aquellas personas, menos afortunadas, que no disponían de un techo y algo que llevarse a la boca en días tan señalados.
Después de la cena se asistía a la Misa del Gallo. Un año, incluso, fuimos al pueblo de al lado porque ponían un Belén viviente y era una novedad que no nos podíamos perder.
Había un espíritu navideño que, desgraciadamente, se está perdiendo y todos estos festejos quedan reducidos al más bárbaro consumismo. Nada nos llena, no se es más feliz por tener más cosas, ni siquiera las disfrutamos. No sabemos del goce de un paseo por un sendero del bosque, en otoño, contemplar una puesta de sol, admirar las flores en primavera y disfrutar de su aroma. Todas estas cosas son fundamentales y no cuestan dinero.
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