martes, 19 de abril de 2011

La cacharrera

La Tía María, la cacharrera de Peñafiel, era una mujer ya entrada en años, gruesa, pero con una fortaleza física que para sí querrían muchos hombres. El pelo blanco, con un grueso moño oculto por un pañuelo negro; amplias vestiduras, negras también, que le cubrían hasta el tobillo y un enorme delantal con un bolso donde iba guardando las monedas, daban a su figura un aspecto de recia dignidad. Era viuda y con su trabajo iba sacando adelante a su numerosa familia.

Al pueblo solía ir un día al mes, casi siempre en martes. Venía desde Peñafiel, una distancia más que considerable, si tenemos en cuenta los medios de la época. Llegaba con su carro, tirado por una mula, a veces sola y otras acompañada de un mozalbete que le ayudaba en las tareas. Entraba hasta la plaza y allí descargaba la mercancía que iba extendiendo por el suelo.

La noticia corría como la pólvora: ¡ha llegado la Tía María!. Todas las mujeres del pueblo echaban un vistazo a la casa para ver qué cacharros se habían roto y había que reponer.
Allí se encontraban los botijos, que conservaban el agua fresca en verano y que, a veces sufrían algún accidente, cuando en las peleas entre la chiquillería, eran alcanzados por alguna piedra y se hacían mil añicos; entonces con gran disgusto regresábamos a casa con el asa en la mano.
Allí también se podían encontrar los cántaros que se usaban para almacenar el agua en las casas y que servían de pretexto, al atardecer, para que las mozas echaran una parrafada con las amigas o los novios, si tenían. La fuente solía ser el lugar de cita en los días laborables.
Había pucheros de todos los tamaños, aquellos en los que las madres preparaban el cocido diario, arrimándolos a la cepa que lentamente ardía en el hogar, durante toda la mañana, hasta la hora de reunirse la familia, al mediodía, cuando los niños regresaban de la escuela y los hombres del trabajo en el campo.
También traía las clásicas cazuelas "zamoranas", los platos redondos o las fuentes ovaladas, en las que el día de la fiesta mayor, se hacían los asados de lechazo de la zona. ¡Aquello era un manjar!. Y lo sigue siendo, pues aunque hayan cambiado los tiempos, hay cosas que perduran.
Se podían encontrar las orzas, donde se conservaba en aceite todos los productos de la matanza.
Platos y fuentes de loza... Hasta tapaderas de arcilla, de todos los tamaños, para cubrir cualquier recipiente.

A veces se pagaba con dinero pero lo más frecuente era el trueque: es decir, a cambio de los cacharros que necesitaban, entregaban trapos viejos, jerseis de lana, ya inservibles, suelas de zapatillas, hierros oxidados, etc. ¡Que nos digan ahora que hay que reciclar!. Entonces no se tiraba nada.

La Tía María, aligerada su carga de cacharros y lleno el carro de todo lo que no servía en el pueblo, regresaba a Peñafiel hasta la próxima visita. Para los críos era un acontecimiento y no nos perdíamos la visita a la plaza para curiosear la mercancía.

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