lunes, 3 de diciembre de 2012

La matanza en el pueblo



Dice el refrán: "A cada cerdo le llega su San Martín". Como San Martín se celebra el 11 de noviembre, hace referencia a que por estas fechas se hacía en las casas de los pueblos la matanza del cerdo que habían estado cebando durante buena parte del año. El que fuera en esta época y no en otra obedecía a varias razones: necesitaban provisiones para el largo invierno; para poder degustar en las fiestas navideñas de las delicias que proporciona; pero el motivo fundamental es que el frío evitaba que la carne se estropease, ya que entonces no se conocían los frigoríficos y tenían que aprovechar lo que nos brinda la Madre Naturaleza.

Los chiquillos esperábamos con ilusión el día de la matanza. Era una fiesta más en el calendario de las familias. Allí en el pueblo tenían lugar los viernes, ya que ese era el día en que el Veterinario se acercaba a la localidad para examinar un trozo de la lengua del marrano recién sacrificado y dictaminar si era apto para ser consumido.Claro que cuando llegaba el funcionario ya no estaba entero el animal pues para el almuerzo ya se había echado mano de algunos trozos del inocente sacrificado.

Nos estamos adelantando al tema. Primero se hacían los preparativos. Era necesario disponer de un tajo -especie de banco de madera, muy tosco- sobre el que se colocaba al cerdo. También se necesitaban unas gavillas de paja, guardadas desde el verano, para chamuscar los pelos del bicho. El día anterior, las mujeres de la casa se encargaban de picar la cebolla para las morcillas. Era un trabajo ingrato pues nadie se libraba de una buena llantina. Se avisaba al matarife y a algunos familiares y vecinos para que ayudasen a sujetar al animal durante el sacrificio

El día señalado, en cuanto la aurora despuntaba, todo el mundo en la casa abandonaba el cálido lecho y comenzaban los preparativos inmediatos. Se afilaban bien los cuchillos que iban a utilizarse, se partía una buena hogaza para lo que sería la sopa en un enorme perol. Reunidos los que habían de participar en el acto cruento se sacaba al pobre gorrino de su pocilga y entre todos lo colocaban en el tajo para facilitar el trabajo al matarife. El animal no se rendía tan fácilmente y los gruñidos se oían por todo el pueblo pues eran eco de otros muchos que ese "viernes negro" caían en el vecindario. La madre acudía a recoger la sangre, primero para la sopa y después para las morcillas.

Ya muerto se le abrían las entrañas para sacar los intestinos y demás vísceras, algunas de las cuales se degustarán en el almuerzo ofrecido a todos los que habían colaborado en la faena. Este almuerzo consistía en la sopa que se hacía con el pan, algo de sangre, trocitos de asadura y una capa de queso rallado por encima. Se completaba con un guiso de trozos variados de lo que habían sacado del cerdo recién sacrificado. La canal abierta se colgaba con una gruesa soga de una viga y así permanecía hasta el día siguiente que tenía lugar el despiece.

El primer día había que lavar las tripas. El intestino delgado se reservaba para embutir los chorizos y el intestino grueso, debidamente troceado, serviría para las morcillas.
Los familiares más allegados participaban de la comida que, invariablemente, consistía en un sabroso cocido con su repollo y la correspondiente sopa del caldo.

Por la tarde se hacían las morcillas con arroz cocido, la cebolla, sangre, grasa del cerdo y distintas especias. Con la mezcla se llenaban las tripas conveniéntemente preparadas, una a una. Se iban llenando y se cocían en una enorme caldera. Pasado el tiempo de cocción se sacaban colocándolas cuidadosamente en una duerna para después colgarlas en unas varas que se colocaban en las cocinas o desvanes.

Ya de noche comenzaba la participación de los pequeños pues era tradición repartir, a todos los familiares o vecinos con los cuales la familia tuviera ciertas obligaciones, algo del cerdo para que todos participasen, de algún modo, en el acontecimiento. Se acostumbraba llevar un puchero con "caldo mondongo", que no era más que el caldo de cocer las morcillas, acompañado de una de ellas, un trozo de tocino y algunos trocitos de asadura. Los niños eran los encargados del reparto y lo hacían de muy buena gana pues también era lo acostumbrado que correspondiesen con una propinilla, que era guardada celosamente hasta que llegaban las fiestas del pueblo, allá para febrero, y con ese dinero poder comprar alguna chuchería.

Después de la cena solía organizarse algún juego, cartas para los mayores y el parchís o la Oca para los pequeños, hasta que rendidos de sueño tocaba acostarse.

El segundo día de la matanza estaba destinado al despiece. Se preparaban los jamones, lomos, solomillos y costillares que se destinaban para ser adobados y curados. Por oro lado se preparaban los huesos que también se adobaban y se iban incorporando al cocido diario. El tocino se dividía en perniles que se colocaban cubiertos de sal y duraban todo el año. La carne se picaba en tarjadores de madera y se colocaba en unas duernas tambíén de madera adobándose durante unos días hasta que se hacían los chorizos. La grasa se hacía pedazos y se derretía sacando la manteca que se guardaba en orzas para hacer los mantecados de las fiestas y para algún guiso que lo requería. Los trozos que quedaban sin derretir eran los chicharrones que se comían tal cual o bien para hacer tortas con ellos. Como es sabido en el cerdo todo se aprovecha y nada se tira.

Cuando la carne picada estaba en su punto se embutían en las tripas guardadas a tal efecto y, si eran insuficientes, se compraban más, bien frescas o secas. Esta operación se podía hacer con embudo o bien con una máquina que hacía el trabajo más rápido. En todos los casos era necesario ir pinchando con una aguja para que no quedara aire dentro de la tripa. Después se iban atando, de trecho en trecho, y, puestos en sartas se colgaban al aire para que se curasen los chorizos. Si el tiempo venía de lluvias o con nieblas era necesario curarlos al humo para que la carne no se malograse.

Cuando los chorizos, lomos y demás exquisiteces estaban a punto, en casa, recuerdo que se troceaban, se freían un poco y se colocaban en orzas, cubriéndolos con aceite y así se conservaban durante todo el año. echando mano de ellos  cuando la ocasión lo requería. 

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