lunes, 25 de enero de 2016

Recuerdos

    Viendo la película El mar, emitida por la 2 de TVE, dentro del ciclo Nuestro cine, enevitablemente, vinieron a mi memoria antiguos recuerdos, vivencias de hace muchos años, de aquellos tiempos de estudiante en la fría ciudad de Burgos.

    A través de una compañera de curso, el grupo de amigas nos pusimos en contacto con una asociación que, los domingos por la tarde, dedicaba parte de las horas de ocio a visitar enfermos por los hospitales y centros donde se recluía a las personas que en aquel entonces se les ponía el cartel de "subnormales". Otras veces nos acercábamos hasta lo que se conocía como el manicomio, lugar harto tétrico, no por los pacientes, que la mayoría eran inofensivos, que no deseaban más que charlar un rato y que alguien les prodigara una sonrisa y se molestase de escucharlos. Pero las condiciones sanitarias en que se encontraban no eran las más idóneas para su salud física y mental.
Lo mismo que los "subnormales," estaban allí recluidos de por vida, apartados de la sociedad, lejos de sus familias que consideraban como una "deshonra" tener uno de sus  miembros en esas circunstancias. O bien los tenían escondidos en sus casas, para que nadie los viese, o eran internados en centros asistenciales de la Beneficencia, prácticamente olvidados de todos pues eran raras las visitas que recibían de sus propios familiares. Éstos solían vivir en lugares alejados y  los viajes no eran como ahora que nos movemos con suma facilidad de un lugar a otro.

    Pues bien, dentro de estas visitas, algunos domingos nos acercábamos hasta el Sanatorio Antituberculoso de Fuente Bermeja. Era éste un centro modélico en aquellos años de postguerra. Estaba situado en el extrarradio de la ciudad, en un paraje rodeado de pinos, no lejos, pero sí invisible desde la misma por estar situado detrás del cerro del Castillo y, hasta que no se llegaba a la cima no se divisaba. Después había que bajar por un sendero que conducía hasta el mismo Centro. También había una carretera pero daba más rodeo por lo que optábamos por coger el atajo del Castillo.
El edificio era moderno y espacioso, orientado al sur, con una amplia galería en la que estaban colocadas tumbonas donde los internos tomaban el sol y hacían el reposo. Había enfermos de distintos lugares de la península, especialmente de La Mancha y Andalucía. Corrían los años cincuenta y aún no se habían superado las secuelas de la guerra. La "peste blanca" era una enfermedad muy extendida en todas las capas sociales, especialmente, cómo no, entre los más desfavorecidos, donde la alimentación y las condiciones higiénicas de las viviendas dejaban mucho que desear. El  hacinamiento era algo muy frecuente.
Los enfermos, cuando salían a pasear por los alrededores, tenían que llevar puesta una bata blanca, al igual que los leprosos del Evangelio llevaban una campanilla para avisar de su presencia y evitar el contagio al resto de las personas. Entonces, la tuberculosis era una enfermedad maldita. La familia que tenía un tísico entre sus miembros trataba de ocultarlo. Era como una vergüenza.
Había personas muy jóvenes y también "abueletes". Recuerdo un viejito que tenía un pájaro en una jaula y, como disponía de mucho tiempo, se entretenía en enseñarle a hacer monerías y, después, el buen hombre disfrutaba mostrándoselo a todos los que se acercaban por allí. Con mucho misterio nos conducía  hasta su  habitación para que contempláramos aquel prodigio.

    Algunas veces venían con nosotras un grupo de chicos jóvenes que hacían pequeñas funciones, tocando la guitarra, contando chistes, escenificando alguna pequeña obrita... Había hasta un payaso. Estas pequeñas cosas contribuían a hacerles menos penosos los largos días de reclusión y, lógicamente, nos esperaban como agua de mayo.
La primera vez que llegamos al Sanatorio y vimos a la gente que andaba por allí y les preguntamos dónde están los enfermos, cuando nos respondieron  que ellos eran los enfermos nos quedamos sorprendidas ya que los imaginábamos cadavéricos, en las camas. Aquella gente no parecían enfermos, eran personas como las que nos encontrábamos por la calle.

    Muchas veces, los jóvenes, deseosos de libertad, hacían sus escapadas hasta la ciudad. Para ello, dejaban escondidas sus batas blancas que los identificaba entre unos matorrales. Así podían darse un paseíto por El Espolón o entrar en algún bar a tomarse una cerveza. Eran pequeñas infracciones que desconocían los médicos o, si lo sabían, hacían la vista gorda. Eran jóvenes y se pasaban allí años sin salir.

    Por descontado que estas visitas nuestras eran clandestinas, de espaldas al conocimiento de la familia. Ellas nuca hubiesen permitido que nos pusiéramos en peligro de contagiarnos de tan terrible enfermedad. Era tan grande el miedo que se tenía a este mal. Ni se nombraba en voz alta.
Aún recuerdo la bronca que me llevé por parte del médico de mi familia que, no sé cómo, se enteró de que visitábamos el Sanatorio. Sólo pude conseguir que no se lo dijera a mis padres pero tuve que prometer  que cesarían las visitas.
Quizás era esta clandestinidad lo que le daba más aliciente a aquellas visitas domingueras. Hubo de todo. De allí salieron amistades duraderas y, hasta dos noviazgos, que yo recuerde. Uno de ellos terminó, naturalmente, cuando los padres de la chica se enteraron y lo impidieron. Lo pasó muy mal una temporada porque, realmente, estaba enamorada.

    Muy cerca estaba el Penal, tristemente famoso, No llegamos a ir nunca pero sí teníamos referencias del mismo porque había dos compañeras de curso que vivían allí por ser sus padres funcionarios de prisiones. Sabíamos que también en aquel lugar había muchos jóvenes, presos políticos cuya vida había quedado truncada por la guerra y sus secuelas posteriores. Estudiantes que no habían podido terminar la carrera, con  condenas de veinte años. ¡Una tragedia!.
Un año me pintaron un album de labores. Nunca llegué a conocerlos pero les estoy muy agradecida y recuerdo con cariño ese gesto suyo.

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