viernes, 2 de diciembre de 2011

El profesor de Francés

Su nombre era D. Ramón Pimentel, profesor de Idiomas, en el Instituto de Enseñanza Media, de la localidad.
Aunque se podía optar por Inglés, Alemán o Francés, casi todos los alumnos elegíamos esta última lengua, -era lo que se llevaba entonces-. En mi curso no había nadie matriculado en la lengua de Shakespeare y, un sólo alumno en Alemán, y eso porque su padre era de esa nacionalidad.

D. Ramón era un personaje un tanto especial. Su edad era difícil de adivinar, aunque no debía ser muy mayor, pero estaba muy avejentado. Era pequeño, delgado y andaba encorvado, como los abuelos. De cabeza menuda, con el pelo oscuro, ya muy ralo. Usaba unas gafas redondas, de gruesos cristales, tras de los cuales se adivinaban unos ojillos inteligentes y vivarachos. La piel, como de pergamino oscuro, con pronunciadas arrugas en la frente y en los pómulos, hundidos. La boca, de labios finos, con la eterna pipa apagada.

De su indumentaria destacaba una vieja pelliza, brillante por la mugre que iba acumulando año tras año, y de la que sólo cuando llegaba mayo prescindía. Nunca se la quitaba en clase, aunque estuviera al lado de los radiadores. En los días más fríos de invierno llevaba una manta eléctrica que enchufaba allí detrás. La verdad es que el buen señor no entraba en calor.

Estaba separado y vivía con el menor de los hijos, Ramón, un niño de 10 años, que era como su sombra. "El niño", así es como el padre siempre lo nombraba. No tenía amigos, ni siquiera seguía una escolarización normal. Iba a clase con el padre y se sentaba en un rincón del estrado. Nos miraba con ojos pícaros y reía cuando los alumnos nos equivocábamos. A su edad ya tenía bastante conocimiento de las lenguas que eran la especialidad de su progenitor.
Muchas veces he recordado la figura del pequeño Ramón tan solitario, sin amigos con quien jugar, sin infancia.

Las ideas políticas y religiosas de D. Ramón, en aquellos tiempos, iban contra corriente por lo que, en el Claustro de Profesores, se le hacía el vacío, chocaba con todos. Y, así iba él por la vida, defendiéndose como podía o, -como le dejaban-.

En las clases se hablaba de todo lo divino y lo humano. Discutíamos mucho sobre cine, la película de la semana. Recuerdo que tenía en muy alta estima a Emma Penella y a su hermana Terele Pávez, y eso porque, según nos contaba, les había dado clases particulares, hacía años en "los madriles".
Entre todas estas discusiones íbamos aprendiendo vocabulario, los verbos, artículos y demás pormenores de la lengua de Molièr. Claro que, como entonces había pocas ocasiones de practicar lo aprendido, ya que el turismo aún estaba poco desarrollado y, era impensable que los españoles saliéramos al extranjero, no es que hayamos sacado mucha utilidad de las clases del profesor. Poco a poco va quedando todo allá al fondo de los recuerdos.

Un día de invierno faltó a clase y nos dijeron que había pescado la gripe. Un grupo de alumnas nos ofrecimos para visitarlo en su domicilio y ver si podíamos ser de alguna ayuda pues no ignorábamos que vivía solo con el chico. Llegamos a su casa, una vivienda humildísima, incluso en aquella época de ausencia de lujos, para la mayoría. Una buhardilla en un viejo inmueble de la Plaza Mayor. Nos quedamos de piedra al verlo envuelto en una manta, sentado al lado de la mesa camilla. Apenas sí había muebles y, comodidades, ninguna. No hacían nunca una comida caliente. Vivían como cartujos. Entonces nos explicamos porqué siempre tenía frío.
Aunque cobraría su sueldo, como los demás profesores, tendría que atender a las necesidades de su mujer y otras dos hijas, que para nada se ocupaban del padre. Al pobre D. Ramón no le quedaba ni para vivir con dignidad.

Así era mi profesor de Francés, en el Bachillerato. Una persona a la que hoy, con el paso del tiempo comprendo y valoro mejor y de la que guardo un buen recuerdo.

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